Frédéric Beigbeder, fascinado por los protagonistas de este relato interrumpido, decide contarnos la historia entera. Rellena los huecos, recrea lugares y ambientes, fabula diálogos. Incluso reescribe las cartas de los amantes e imagina un último encuentro fugaz, al cabo de cuarenta años. En un inteligente ejercicio de historia ficción, o de faction, como lo llama él, consigue conmovernos con la historia de amor y desamor de dos personajes que terminaron teniendo su papel en la historia del siglo XX. Y, por el camino, el autor nos habla del Nueva York de los años cuarenta, de la Segunda Guerra Mundial, de cine, de literatura. Y escribe también, cómo no, sobre sí mismo. Sobre su obsesión por seguir siendo joven a pesar de la edad, su admiración por el autor de El guardián entre el centeno y su amor platónico por Oona, sobre su condición de escritor. Socarrón, como siempre, Beigbeder salpimenta el conjunto con sus acostumbradas píldoras de sabiduría vital: «La vejez es cuando empiezas a tener tiempo para interesarte por los nombres de los pájaros.»
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